jueves, 3 de septiembre de 2009

Sobre la automonía de la obra de arte

"¿Simone de Beauvoir, por haber escrito El segundo sexo, debía mantener con las mujeres relaciones carentes de aristas celosas, envidiosas o despectivas? Más claro: ¿Deberíamos abandonar la lectura de Marx por el trato que le daba a su mucama? ¿A Freud por haberse impuesto la castidad para escribir una obra que otorga una gran importancia a la sexualidad?"*

Cuan díficil resulta en ocasiones disociar. Cuan sencillo resulta a veces. El autor del discurso; el artista de la obra. Cuan cientificista me siento por momentos al querer diseccionar la génesis del proceso, el proceso del final. Como si todo ello no se tratase de un laberinto de mazmorras y vectores, que buscan afanosos el tratamiento taxonómico de la nada visceral.
Me conmuevo con frases provenientes de la mente de un escritor irlandés que creía que existían dos tipos de mujeres: "las feas y las que se pintan"; se detiene mi respiración cuando oigo las melodías provenientes de las cuerdas de un poeta carioca, borracho empedernido; me atrapa el suspenso en los encuadres infernales de un director de cine francés, cuyo nombre resonó alguna vez -varias veces- a lo largo de los pasillos de oscuras cortes judiciales junto al crimen del abuso sexual.
Y me ocupo en separar minuciosamente con el escalpelo las vísceras de la piel del batracio, o mejor dicho, mi esquema sensorial se encarga de ello. Porque en ese instante de gozo me mezclo con las noches saladas de Copacabana; acuño ilusiones en la inmensidad del abismo de De Profundis; vomito libertad en esos fotogramas que se funden en la pantalla invisible, anónima, de todos los tiempos. Y los juicios morales se esconden debajo del colchón, entre los caramelos de menta y el número 29 de Minuit.
Y veo a la obra caminar por precipicios de aire y sol, la veo volar por sobre los rostros de la humanidad magmática, burlándose de los que archivan sensaciones en baúles con rótulos oxidados. La veo despedirse de los geniales monstruos que la parieron, para hacer el amor con quien se le acerque en busca de nuevas emociones. Maravillosa, maravillosa, promiscuidad.




*Moreno, María. Prólogo a la quinta edición de Le deuxieme sexe de Simone de Beauvoir.

miércoles, 5 de agosto de 2009

Díada*


“For every sin that Dorian Gray committed
a stain would fleck and wreck the fairness of the picture
that would be to him the visible emblem of conscience.”
Oscar Wilde


Brumosas vacilaciones trazan círculos invisibles en las periferias de mis pensamientos, al igual que lo hacen las moscas al toparse con un cadáver descompuesto. Cualquier mínimo desliz podría convertirse en un completo fracaso, otro más para continuar decorando los recintos de mi vida con un sutil empapelado a color frustración. Desde que lo conocí aquella noche he intentado huir de su presencia fantasmal, de su carácter oscuro, embebido de hostilidad, de indecencia. Pero fallé nuevamente. Fallé en creer que podría rehusar su compañía, su atractiva fatalidad. Contemplé por un instante sus ojos y sus profundidades superfluas. Me aterrorizó aquel oxímoron que se escondía en sus pupilas. Pero a pesar de todo eso, o tal vez por eso mismo, me embargó la sensación de la presencia de una oportunidad única. La oportunidad de librarme de mis miserias, de mi patética existencia. Mi cerebro decidió escapar. Mi cuerpo resolvió permanecer, allí, a su lado.

Fogosos instintos graban abismos de certezas en mis sesos viciados, con tal firmeza, que se asemejan a las serpientes que marcan su camino hundiéndose en la fría arena nocturna del desierto. Desde que lo conocí a él, surgió en mí el deseo de compartir con aquellos reptiles otras similitudes. El grueso y escamoso cuerpo. El veneno en los colmillos. La primera vez que lo vi no pude evitar burlarme de su represiva fragilidad, de sus miedos, de sus inseguridades. Pobre idiota, sumergido en la monotonía de los deberes, en la cárcel de la moralidad. Cuando se aproximó, contemplándome atontado, fui testigo del temblor de sus piernas. Sus ojos las emulaban, agitándose impacientes. Pensé en rehusar su compañía con un gesto vil, sin embargo no lo hice. Me atrajo la idea de someterlo, de dejarlo caer a mis pies bajo el embrujo de la pasividad.

Luego de nuestro primer encuentro, comenzamos a frecuentarnos cada vez con mayor asiduidad. A cada minuto que pasaba, la batalla que se desarrollaba en mi interior se hacía más cruda, y la victoria se alejaba apesadumbrada de mi alcance. Ciertamente la sociedad desaprobaría toda la situación cuando descubriera que nuestros caminos se habían cruzado. Pero tengo que admitirlo, era cada vez más arduo eludir mi deseo a resguardarme detrás de los agresivos matices de su personalidad. Me sentía a salvo. Seguramente todos me azotarían con las miradas, los penetrantes látigos de la desaprobación. Me considerarían vergonzoso y repulsivo por mantener esta relación. Me encerrarían en la prisión de la culpa, por haber abandonado al hombre tan pulcro y educado que fui. Tan correcto, diría yo. Tan esclavo me diría él.

El tiempo que transcurrió a partir de su primer cita conmigo fue viscosamente delicioso. Me gustaba dominar el baile de las agujas del reloj mientras él se desvanecía suplicante entre mis dedos. Me regocijaba ver la reacción de la gente cuando nos debatíamos y yo finalmente lo derrotaba, dejando flameante la bandera de mi imperio sobre su pudorosa piel. Todos se comportaban como el público de una perversa obra teatral, contemplándonos pasmados. No lograban comprender que el progreso de las escenas, que se sucedían en un cruel desfile, eran el resultado del subsidio de sus grandes corporaciones: el odio, la injusticia, el desprecio. Él sintió ese pesado fardo en su espalda, el fardo de una sociedad desasociada y no encontró otra salida que acudir a mí. En busca de ayuda. En busca de abandonarse a la destrucción del germen que le dio la vida.

Me impaciento sobre el puente de piedra donde siempre concretamos nuestros encuentros, ansiando su llegada. Solía esperarlo en vano, pero hoy no. Distingo su voz en mi interior, aquel tono displicente pero firme, íntimo pero frío, como los escalofríos invernales. Oigo sus pasos retumbantes sobre la agrietada superficie del viaducto y los inconstantes latidos de mi corazón desesperado. Brumosas vacilaciones trazan círculos invisibles en las periferias de mis pensamientos, al igual que lo hacen las moscas al toparse con un cadáver descompuesto. No concreto ninguna decisión congruente. Me debato entre la posibilidad de correr despavorido o enfrentarme a él y hacerlo entrar en razón. Ya no podemos convivir, es imposible. Ya no me siento yo mismo cuando él esta cerca, siento que me asfixia como si se tratara de una víbora humana. Suelo perder el conocimiento, desmayarme bajo su poder, perderme en el abismo de su persona.

Veo su deprimente silueta acercarse por la otra orilla. Camina tambaleándose sobre las rocas como un maldito borracho, rodeado de insectos. Me siento sofocado por su empalagosa presencia, agobiado por su depresiva inclinación a la dependencia. Es un pequeño parásito que recorre las curvas de mi espalda, buscando alimentarse con la seguridad de mi postura. Fogosos instintos graban abismos de certezas en mis sesos viciados, con tal firmeza, que se asemejan a las serpientes que marcan su camino hundiéndose en la fría arena nocturna del desierto. Ya no seremos dos en esta historia. Ya no seremos.

Nos detenemos ambos en el centro del puente. Aquel lugar donde se cruzan las historias de los transeúntes y sus antagónicos designios chocan, por un segundo, por una vida entera. Viendo la hoja brillante que pende de su mano me pregunto si en algún momento yo hubiera sido capaz de cercenar esos hilos de marioneta deshilachada que le permiten manejarme a su antojo. “Imposible” sería la respuesta más sincera.

Finalmente aquí, cara a cara. Sujeto la empuñadura con tanta intensidad que las asperezas de mis dedos se abren en dolorosos surcos. Contemplo mi reflejo en la espejada lámina, pero sólo soy capaz de distinguir sus depresivas facciones, sus angustiosos ojos. No tolero el garabato de su presencia en la atmósfera. Concentro mi atención en su abdomen y asesto el primer golpe.

Su rostro se contrajo en una mueca vehemente. Sentí el ardor en mis entrañas como si aquel objeto inanimado no fuese de metal sino de fuego. Como si hubiese sido afilado en el mismísimo infierno. Estiro mis brazos en un intento fallido por mantener el tan deseado equilibrio.

La caída no me inquietó. Únicamente puedo percatarme del cálido dolor en mi estómago. Llevo los párpados abiertos a la grieta herida que se exhibe burlesca en mi vientre. Una cascada escarlata lo tiñe impávidamente.

Es irónicamente atroz el contraste entre la grana efusión incandescente y el gélido terreno pedregoso.

Irónicamente atroz. Como la ambigüedad del destino.



*Desempolvado de los trabajos de la materia Taller de Expresión I, Ciencias de la Comunicación, Facultad de Ciencias Sociales, UBA. A veces resulta interesante reconocer todas las cosas que uno le cambiaría 4 años después (luego de que tantas cosas han corrido debajo del puente - y no me refiero sólo al agua).

martes, 4 de agosto de 2009

Comienzos

Frente a la imperceptible calidez de una luz mortecina, sobre su piel la hiriente invasión de una brasa volcánica.
El leve suspiro de la brisa otoñal que abre las puertas hacia el epicentro del tornado.
Ante la tos subrepticia, tráqueas ponzoñosas de rojo carmín.
Junto a la alameda, mohosas desdichas claman desenraizar.
Historias pasadas retornan con vivo fervor, se mezclan con el lodo de los tiempos formando muñecas de arcilla; mientras los atisbos de un futuro se vuelven corpóreos en los límites de la insania.
El roce absurdo de un encuentro inesperado sacude las tripas de la imaginación.
Tal vez fue en aquel instante donde sin querer - y sin deber - se presentó.
Tal vez ni siquiera fue eso.
Tal vez simplemente lo soñé.

lunes, 3 de agosto de 2009

Lynch, la insurrección onírica*

Por Mariana Zalazar

Una calle desierta. La puerta de un club nocturno. Dentro, La llorona de Los Angeles arrastra su cuerpo lúgubremente por el escenario, acercándose con lentitud inquietante al micrófono que la espera en los últimos resquicios del escenario. Allí (donde la insípida realidad inicia su derrota frente a la ficción) su voz surge de entre los pliegues de la niebla que la rodea. El escueto público enmudece. El sonido y el silencio parecían no ser capaces de soportar tanta nostalgia y dolor, hasta ese preciso instante. La desgarradora historia de un amor fallido o seguramente mucho más que eso. Súbitamente, y sin aviso previo, el cuerpo de la cantante cae por tierra. El fatídico movimiento no parece superar en trascendencia al tormentoso show que continúa desarrollándose en aquel sitio: la voz de la mujer aún se oye tan profunda y herida como desde el principio, como si ella estuviera aún de pie, como si ella aún estuviera.

Bienvenidos a "Mulholland Drive" (2001); un fruto más de la imaginación del siempre “extra-ordinario” David Lynch. Aquí la incertidumbre, más eficaz que cualquier narcótico, invade las pupilas enceguecidas de aquellos poco acostumbrados a su estilo; y deleita con una sobredosis de éxtasis a aquellos que ya han caído hace tiempo en su telaraña de ensueños y pesadillas.

La historia comienza, o mejor dicho, el film comienza en el sitio que le da título a la película. Un camino en la cima de las montañas, desde donde es posible contemplar los distintos rostros de un Los Angeles hollywoodense. El empalagoso mundo de astros condenados al éxito; la ansiosa búsqueda por ingerir un minúsculo pedazo de fama que provea el olvido de un destino imperturbablemente obvio; el sangriento desencanto de las identidades destinadas a perderse dentro de las apariencias que tan cuidadosamente supieron entretejer.

Allí, en ese sendero de curvas pronunciadas, el tiempo es un ente que vaga perdido en el limbo. Nada comienza ni termina, simplemente se funde en una eternidad de sucesos organizados de modo tan perfecto, que el más distraído de los espectadores puede confundir con puro desvarío inconcluso. Allí, la conciencia, el subconsciente y el inconsciente se escapan de las teorías psicológicas para hacerse carne en las experiencias humanas. El imperio onírico reclama a punta de pistola un trato más democrático en relación con la realidad, aquella alegoría andante que ha ganado una desmerecida popularidad con el correr de las centurias. Y ninguno como Lynch para hacer justicia.

Naomi Watts y Laura Elena Harring interpretan a dos mujeres -o tal vez cuatro, incluso seis- aprisionadas en una relación que se tambalea peligrosamente por la delgada línea que separa al odio del amor. La viva intensidad con que encienden las pasiones, tanto en la cama como fuera de ella, sólo puede compararse con la crudeza que mueve sus instintos más bajos, más asesinos, más autodestructivos. Los antagonismos se presentan sumergidos en una densa humareda que opaca las imágenes, un recurso/fetiche que ha acompañado al director a lo largo de toda su filmografía (basta sólo recordar la impresionante escena del incendio retrotraído de la cabaña de Carretera Perdida).

Muchos podrían concluir –y lo hacen- que Lynch sólo pretende encerrarnos en un circo maquiavélico donde el fin único es la confusión y el desaliento. Sólo puedo coincidir en una cosa: la necesidad de la confusión, de la intriga, la inquietud de lo desconocido. Pero ese desconcierto es sólo un medio – un exquisito medio- para un fin mayor: la revolución de las cosmovisiones, nuevas formas de ver el mundo, un camino hacia la posibilidad de ser libres, de despojarnos de nosotros mismos, de observarnos desde afuera; una posibilidad que sólo el verdadero cine puede brindar.

Si hay algo que no podemos negar de "Mulholland Drive" (espléndido despliegue de todo el universo lynchiano) es su compromiso con la manipulación de los planos, la música –mención de honor a Angelo Badalamenti, quien ha compuesto la música en varios proyectos del cineasta-, los colores, las representaciones de la vida misma hasta más allá de los límites de la razón. Si hay algo que podemos agradecerle es habernos reconocido capaces de disfrutar la verdadera experiencia cinematográfica que recién comienza cuando el film termina. Porque en esta película nada puede darse por sentado y el disfrute que proporciona lo proyectado en la pantalla se multiplica una vez encendidas las luces; una vez que tenemos la posibilidad de salir del hipnotismo y darnos cuenta que nos han extendido una invitación para construir nuevas dimensiones que exceden la triada física a la cual estamos sujetos día a día.

Circulamos por laberintos de humo. La propuesta de un mundo asimétrico en relación con aquel que los mortales nos hemos acostumbrado a mirar; un mundo desconocido, al cual entramos temerosos, pero del cual no queremos salir más, a pesar del estremecimiento.

Una calle desierta. La puerta de un club nocturno. Dentro, un maestro de ceremonias advierte al público: “No hay banda, no hay orquesta...pero sin embargo oímos una orquesta... todo es una ilusión”.

*Publicado previamente en www.malonliterario.blogspot.com

martes, 2 de diciembre de 2008

Das Leben der Anderen ( o Sonata para un hombre bueno)


República Democrática Alemana. 1984. La Stasi (policía secreta del régimen comunista) se encarga de sumergirse violentamente y sin previo aviso en los secretos más recónditos de la vida del ciudadano medio y, principalmente, del artista libertario.
El dramaturgo Georg Dreyman y su novia, la actriz Christa-Maria Sieland son víctimas de la vigilancia oficialista sistemática, personalizada en la imagen del fiel servidor al gobierno, el capitán Gerd Wiesler.
Wiesler dedica su tiempo a atravesar las fisuras y dobleses de los días de los amantes, confrontando la cruel dulzura de sus actos amorosos, la encadenada libertad de sus conversaciones políticas, la contenida efusión de sus expresiones artísticas.
En un principio el agente cumple con su tarea eficientemente, trascribiendo al papel minuciosamente todo lo ocurrido en el hogar de Georg y Christa: los susurros, los estruendosos orgasmos, los pasos en el parquet. Pero a medida que sus emociones se ven involucradas y su fé en el despótico régimen se quebranta; sus objetivos son trastocados y el ser humano debajo del uniforme clama por salir a la superficie, alterando el rumbo lógico de los acontecimientos.

La vida de los otros (Florian Henckel von Donnersmarck, 2006) es un cuadro a modo de preámbulo de los tiempos previos a la caída del Muro de Berlín. Asimismo es un retrato de una sociedad atemorizada, un gobierno decadente y un país dividido.
Pero fundamentalmente es una oda al rescate de las vivencias personales por sobre los hechos "históricos". Es un encuentro con la cotidianidad de un impulso indebido, la peligrosa búsqueda de enfrentamiento con el poder, la inevitable pertenencia de un cuerpo y une mente a las experiencias circundantes. La venta de una ilusión, el precio del espectáculo, el resurgir de una esperanza.

Luego de escuchar una sonata a través de los fríos auriculares del oficio, todo se diluye, para volver a ser construido a partir de un nuevo lenguaje. Un lenguaje que pudo haber estado allí, siempre, oculto bajo las instituciones de un aparato estatal y un plan acultural finamente elaborado.
Este film reafirma la creencia de una imposibilidad de aproximación organoléptica a los otros sin el sentimiento compulso de un minúsculo escalofrío por la espina, que indica el nivel de sensatez y sensibilidad que nos permite ser seres sociales.
Escudriñar por la mirilla puede ser un ejercicio espantoso, que nos enfrente a las mayores bajezas de nuestro tiempo. También puede sacudirnos espasmódicamente al hacernos enfrentar con nuestras propias carencias y lamentos. Aunque incluso, de vez en cuando, puede reconciliarnos con la especie, puede hacernos reir y llorar, puede aproximarnos al amor y a la proeza de defender nuestra personalísima ideología.

Nacida de las experiencias infantiles de un hombre aún pequeño, desarrollada bajo la convicción de la estrecha relación entre cine y música; la opera prima de Henckel von Donnersmarck imprime un elemento "clef" al celuloide: los ojos de alguien convencido en la magia de las historias mínimas.

miércoles, 26 de noviembre de 2008

Blockage - This fucking world of ours

Ella solía sentarse a escribir rodeada por las tinieblas de su cuarto. Solía hiperbolizar el lenguaje, sustancias anfóteras en noches sin sentido. Releía sus discursos como quien contempla una obra sin génesis, sin desarrollo y sin final. Sonreía, y sentía el orgullo en su seno. Imaginaba funestos recorridos, posibles mortajas, probables sucesos. Creía que las circunstancias no eran más que un invento maquiavélico de los gigantes, plurientes matemáticamente equivalentes.Soñaba con el Cafe de la Paix, la tumba de Wilde y aquella encantadora torre eléctrica. Anhelaba el silencio que sólo pueden brindar la más completa soledad y la más perfecta certitud. Caminos sin zanjas, personas sin rostros, pasados diluidos en el álcalis de la añoranza. Elucubraba bellas poesías es su mente, alegorías de un amorfo porvenir. Ella se encontraba allí, en aquel lugar donde las reglas son viles grafismos sin sentido, sin consenso, sin tenor. Donde los niños juegan a las escondidas y leen Chejov en las tardes de invierno. Arpas de polietileno, de las cuales surgen melodías azules como el cielo. Allí no precisaba preguntarse ontológicamente por su vida, sus promesas incumplidas, la improbabilidad de sus deseos, la efectividad de la sublimación. Allí era más esencia que ser. Más niña que mujer.
Mas un día, con desconcierto reconoció la frialdad del suelo en sus rodillas, la presión de la gravedad en sus hombros. La tensión la obligaba a mirarse a sí misma y a los demás con repugnancia. Ya no más cantatas de verano, ya no más lecturas de otoño. Ya no más escritos en la oscuridad.

jueves, 20 de noviembre de 2008

Adiós a Hibbing

Luego de un primer intento fallido, aquí vamos de nuevo.
Porque descubrí que quiero preservarme de ciertas cosas, de cierta gente y de ciertos anacronismos semióticos que habitan en mi pequeña y retorcida mente.